jueves, 3 de diciembre de 2009

III

Londres amanecía fría y lluviosa, nada fuera de lo usual en una ciudad como esa en la que raramente se ve la luz del sol en todo su esplendor.
No encontraba en mí la voluntad suficiente para vestirme e ir a trabajar.
¿Acaso no lo entendían? ¿Acaso no se detenían a pensar que no era un día cualquiera?
Se había ido, el único amigo verdadero que había logrado tener. Había decidido irse a buscar aventuras en lugares remotos, fuera de esa ciudad tan rígida y estructurada. Nadie lograría entender eso como yo.
Resignada, salí a la calle cubierta con mi chaqueta y mi enorme paraguas negro.
Mi pelo refulgía brillante y rojo bajo la luz que se filtraba entre las nubes grises.
Odiaba esas calles, odiaba los autos con sus bocinas estridentes, odiaba a los peatones y a los perros que caminaban junto a ellos.Odiaba todo y a todos, porque ninguno tendría jamás, la capacidad de ocupar ese lugar.
Mis lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia que caían pesadamente y chocaban con furia el pavimento.
Me calzé los lentes oscuros, odiaba llorar en público.

No hay comentarios:

Publicar un comentario